La ira devora nuestras entrañas,
nuestra templanza quedó atrapada
en el silbido de la última bala.
Habrá de ser el ocaso quien certifique
la hora exacta de esta defunción en vida;
funesto doctor,
que toma el pulso escarbando en el barro,
que bebe de las charcas de nuestros anhelos
y que a la eterna resaca de Baco
rinde fervorosa pleitesía.
Ardan por siempre nuestras escamas,
hasta el día en que el humo
exhalado por nuestros cuerpos cubra
el orbe entero,
y nunca más se repita
esta vil pero necesaria contienda.
Entonces,
sólo entonces,
seremos uno con el infinito.
Y volveremos a reír
despreocupados como niños
saltando debajo de la lluvia.
jueves, 8 de noviembre de 2007
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