El último superviviente de entre los defensores del castillo
subió al bastión y, sobre sus almenas, empuñando en una mano la espada y en la
otra el estandarte real, bramó con voz estentórea su grito de guerra, un
instante antes de que cientos de saetas atravesaran su pecho.
Mas nadie nunca llegó a escuchar su grito. Nadie.
Porque la voz de los perdedores no se propaga por el aire.
Sucumbe a la vez que mueren los vencidos.
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