jueves, 8 de noviembre de 2007

El fin de todas las guerras

La ira devora nuestras entrañas,
nuestra templanza quedó atrapada
en el silbido de la última bala.
Habrá de ser el ocaso quien certifique
la hora exacta de esta defunción en vida;
funesto doctor,
que toma el pulso escarbando en el barro,
que bebe de las charcas de nuestros anhelos
y que a la eterna resaca de Baco
rinde fervorosa pleitesía.

Ardan por siempre nuestras escamas,
hasta el día en que el humo
exhalado por nuestros cuerpos cubra
el orbe entero,
y nunca más se repita
esta vil pero necesaria contienda.

Entonces,
sólo entonces,
seremos uno con el infinito.

Y volveremos a reír
despreocupados como niños
saltando debajo de la lluvia.